¿Eres de los que piden ayuda para después hacerlo a tu manera?
Cuentan que un alpinista, desesperado por conquistar el Aconcaguas, montaña de la cordillera de los Andes, ubicada en la provincia de Mendoza Argentina. Con una altitud de seis mil novecientos sesenta y dos, metros sobre el nivel del mar, siendo el pico más alto de América.
El hombre inició su travesía, después de años de preparación, pero era ambicioso y quería la gloria para él sólo, por lo que emprendió la escalada sin compañeros. Empezó a subir y fue cayendo la tarde, pero decidió no acampar, y siguió subiendo, decidido a llegar a la cima.
Oscureció y la noche cayó con gran pesadez en la altura de la montaña, ya no se podía ver nada, por la intensa oscuridad. Todo era negro, cero visibilidad, y para hacerlo más denso, esa noche no hubo luna ni estrellas.
El alpinista subiendo por un acantilado, a sólo cien metros de llegar a la cima, resbaló y se desplomó por los aires. Descendía a una velocidad vertiginosa, sólo podía ver, veloces, las manchas cada vez más oscuras en la misma oscuridad y la terrible sensación de ser succionando por la gravedad.
Mientras seguía cayendo, en esos angustiantes momentos, pasaron por su mente todos los gratos y no gratos momentos de su vida, sabía que iba a morir. Sin embargo, de repente sintió un tirón tan fuerte que casi lo parte en dos. Sí, como todo buen alpinista experimentado, había clavado estacas de seguridad con candados a una larguísima soga atada a la cintura que lo sostenían.
Entonces en esos momentos de quietud, suspendido por los aires, no pudo más que gritar: ¡ayúdame, Dios mío! De repente una voz grave y profunda de los cielos respondió su clamor: ¿qué quieres que haga por ti hijo mío? ¡Sálvame, Dios mío! ¿Realmente crees que te puedo salvar? ¡Por supuesto Señor! ¡Entonces corta la soga!
El alpinista tubo un momento de silencio y quietud, pero él decidió aferrarse más a la cuerda, que al consejo de Dios. Al equipo de rescate que al día siguiente encontró al alpinista, le sorprendió, que estaba congelado, muerto y aferrado con fuerzas a las cuerdas, y a tan sólo dos metros del suelo.
Qué final de la historia tan triste. Admito que, me molestó la actitud del alpinista; que teniendo la oportunidad de salvar su vida, deliberadamente decidió hacerlo a su manera, costándole la vida. Cuando escribía la historia recordé una Escritura bíblica:
No seas sabio en tu propia opinión, teme a Dios, y apártate del mal; porque será medicina a tu cuerpo, y refrigerio a tus huesos.
Proverbios 3:7-8
La incredulidad es una fortaleza mental, enemiga de la autoestima. Todas las veces que la incredulidad hace su aparición en la vida de una persona, es para hacerle tropezar y evitarle que no logre sus aspiraciones, sueños y anhelos.
El incrédulo es inseguro, cobarde, desconfiado, mentiroso y miedoso. El incrédulo no nace, lo hacen; me explico: tenemos dos mentes, consciente y subconsciente. La mente consciente, es la que nos hace estar, en el aquí y ahora, nuestro presente.
La mente subconsciente, es una grabadora de alta tecnología con mucha capacidad de memoria, es el asiento de las programaciones, mapas, creencias y patrones, que recibimos en los primeros siete años de vida, inclusive, desde que estamos en el vientre de nuestras madres, estuvimos recibiendo su influencia emocional y del medio ambiente.
Por ejemplo la incredulidad, es una de tantas programaciones que está grabada en el subconsciente como una experiencia y vivencia de la vida; y que en automático se activa para boicotear e impedir que se materialice un sueño, o un anhelo deseado.
El ejemplo, del alpinista es la evidencia, que, a cien metros de alcanzar su sueño, se desplomó al vacío. Urge un despertar de la conciencia, para identificar cuáles son las programaciones que te boicotean y te hacen tropezar, en tu desarrollo e inteligencia emocional; para que puedas vivir tu propia vida en plenitud y significado como una creación única y particular.
Pero pida con fe, no dudando nada; porque el que duda es semejante a las ondas del mar, que es arrastrada por el viento y es echada de una parte a otra. No piense, pues, quien tal haga, que recibirá cosa alguna de Dios.
Santiago. 1: 5-7